Posiblemente unas dos, tres o cuatro veces hasta este momento. Eso depende de qué tan despacio o rápido lo estés haciendo.
Quizá para vos no sea ningún misterio y ya has notado antes que metés y sacás aire sin siguiera pensarlo. Por suerte se trata de un proceso mecánico en el que no tenemos que concentrarnos, y así podemos dedicar la atención a otras muchas cosas que realmente nos interesan.
¿Te imaginás lo fastidioso que sería tener que decidir cada 4 segundos que debemos introducir aire en los pulmones y luego obligar al organismo a que lo expulse? No podríamos leer, ver la televisión o comer tranquilamente con tanta interrupción.
Caramba, ¿pero qué tal si nos olvidáramos de hacerlo?
La evolución hizo posible la automatización de muchas funciones del organismo como los latidos del corazón, el movimiento de nuestros pies al caminar o el parpadeo que mantiene en buenas condiciones nuestros ojos.
Lo fascinante es que, a pesar de tratarse de acciones en las que no tiene que participar nuestra voluntad, también podemos controlarlas aunque solo sea en parte. Es sencillo comprobarlo con un par de experimentos o trayendo a la mente alguna de las experiencias que hemos tenido.
Si ahora mismo decidís parpadear podés hacerlo. Intentalo varias veces y te darás cuenta de que el movimiento se repite cuando quieras y con la velocidad que desees. Bueno: pues seguro que el día de ayer se cerraron tus ojos en varios cientos de ocasiones, pero no lo pensaste.
¿Recordás el último paseo? ¿Le tuviste que ordenar a tus piernas que dieran cada paso? No, pero si hoy quisieras caminar con mucha rapidez tendrías que hacerle llegar ese mensaje a tus extremidades, lo que quiere decir que también hay algo de voluntad. Claro que después de un rato, ya que lograste el ritmo deseado, no tendrás que seguir pensando en la velocidad. ¿Verdad que es una maravilla?
Con la respiración sucede lo mismo, aunque la fisiología tiene sus trucos específicos. Intentemos algo para comprobarlo. Ordenale a tu cuerpo que deje de respirar, evitá que entre aire a los pulmones y esperá a ver qué resulta.
Exacto, ya lo has hecho antes: llega un punto en el que, sin importar lo que opines o quieras, tu cuerpo exige ese oxígeno necesario y hasta te obliga a tomar una bocanada.
Bueno, pues es la forma en que se asegura que seguirá recibiendo lo que necesita para seguir con vida. Esto quiere decir que tu voluntad tiene un pequeño margen de maniobra: podés hacer más rápida o lenta la respiración, pero solo dentro de ciertos límites. Así pues, hay alguien o algo más que manda.
¿Quién? El bulbo raquídeo, que es parte del sistema nervioso y se encuentra inmediatamente debajo del cerebro y el cerebelo, al mismo tiempo que es también la parte inicial de la médula espinal.
Ahí es donde está localizado el centro de control de la respiración que se encarga de establecer a qué velocidad introducirás aire y con qué profundidad. Recordá que el organismo es capaz de hacer inspiraciones profundas o superficiales. También podés probar esto: expandir tus pulmones como si fueras a inflar un globo o apenas mover las costillas. Eso lo controlas vos.
Contar los movimientos respiratorios sería algo totalmente impráctico. Además, no siempre necesitás la misma cantidad de oxígeno.
Si tenés un rato sin hacer nada y estás en completa calma –como sucede cuando casi estás soñando– el cuerpo usa muy poco oxígeno, y es la razón por la que el ritmo es más lento y las inhalaciones más profundas profundas. Algo muy distinto a lo que ocurre cuando corrés y tus músculos están consumiendo un montón de oxígeno y, a la par, produciendo demasiado dióxido de carbono.
¿Cómo se mueve tu pecho en esos momentos? Igual de rápido que la cola de un perro contentísimo. El mecanismo usado por el bulbo raquídeo es muy ingenioso: solo debe detectar la acumulación del dióxido de carbono. Si lo produjiste en exceso por el ejercicio, o bien dejaste de respirar, el dichoso bulbo enviará la orden a los músculos que participan en la respiración (son los que están entre las costillas y el diafragma) para que se pongan a trabajar a más velocidad.
Si lo meditás un poco, notarás que es algo fantástico y que garantiza que ningún animal morirá de asfixia si el cuerpo está en condiciones de evitarlo.
Va un ejemplo. Los hipopótamos a veces nacen bajo el agua, mientras que los ballenatos y los delfines lo hacen siempre en ella. Como sabés, estos animales respiran aire como cualquier otro mamífero. Sin este sistema, ¿que obligaría al bebe a salir a la superficie y llenar sus pulmones por primera vez? Con la falta de este reflejo morirían ahogados sin remedio a menos que alguien los salvara.
Algo parecido pasa con los bebés humanos. Mientras están en el útero de su mamá, los pulmones están llenos de líquido y el oxígeno les llega a través del cordón umbilical. Una vez fuera el conducto deja de ser útil y, por la presencia de dióxido de carbono, ya no les queda otra opción excepto comenzar a respirar.
Con todas estas ideas, intentá responder las siguientes preguntas:
Las tres situaciones tienen la misma respuesta:
En condiciones normales no hay riesgo. En cuanto el bulbo raquídeo perciba que ya hay demasiado el dióxido de carbono, hará lo necesario para provocar o acelerar la inspiración.